El Muro de Protección Antifascista y la casa del terror

El muro de Berlín, bautizado oficialmente como “Muro de Protección Antifascista” por la República socialista Democrática Alemana o RDA, fue erigido el 13 de agosto de 1961.

El muro como metáfora en ladrillo del intento de dividir y fragmentar a los hombres en su esencia, funcionó durante 28 años de resistencia agotadora, de labor primero clandestina y luego a la luz del diálogo y de la determinación de los valores humanos y sobre todo espirituales de los hombres y los líderes de ese momento, cuando el 9 de noviembre de 1989 (hace apenas 24 años) se anunció su fin. Digo metáfora de ladrillo, porque en realidad lo que estaba dividiendo ese muro era el alma y el pensamiento de un mismo pueblo, que por circunstancias de la violencia y de la guerra vivieron la represión y el aislamiento en su máxima expresión. Aquel que cruzara ese muro, simplemente moría asesinado por el ejército que servía al régimen totalitario que regía y se apoderó de las vidas y de los destinos de ese pueblo desamparado.

En mis viajes por Praga y Budapest en los años 2006 – 2007, ya derrumbada la “cortina de hierro”, pude visitar los llamados museos de la represión y de la muerte que en la Europa Oriental de hoy día han llamado “Casas del terror”. No voy a hacer aquí un inventario de las cosas, los símbolos y las historias que se han catalogado con esmero en esos espacios. Quiero resaltar el motivo que han tenido esas sociedades para ello, pues no solo vi en las visitas a esos museos, gente mayor que vivieron de manera directa los horrores de la guerra, de la represión y el acoso de un gobierno militar-totalitario, sino que pude observar a una juventud plural y mezclada que por sus propios medios asistía y recorría el lugar. Por curiosidad, me acerqué a una muchacha húngara para preguntarle (en inglés) el motivo de su visita, del por qué los húngaros jóvenes iban a recordar ese pasado tan abominable, y ella me respondió sin dudar un instante: “es un espacio que hemos construido para que nunca se nos olvide lo que es no vivir en libertad, y lo que es vivir en terror”

Hoy en día, creo y tengo la certeza cada vez más fuerte, que las sociedades avanzan (aunque ese avance signifique retroceder a veces para aprender de los errores) de manera indetenible hacia valores supremos de la humanidad. Creo en la espiritualidad del alma humana, en su capacidad de descubrir siempre el camino de su evolución, aunque a veces solo nos ilumine una vela en el medio de la noche. No son los gobiernos (no deberían llamarse así) si no la sociedad en cada uno de sus componentes quien debe crear esa conciencia colectiva que permita la convivencia armónica de los hombres entre sí. La función de los gobiernos es precisamente esa: la de armonizar y mantener viva y vibrante a la sociedad en cada uno de sus aspectos, a través de esas premisas mínimas que hemos aprendido a través de la historia y que hemos venido llamando desde los Griegos “Democracia”.

En estos días, así como la juventud de la Europa Oriental ha recobrado su pureza perdida, nuestra juventud y en concreto los estudiantes, están dando la evidencia de todo lo que he expresado a través de mi fe en la humanidad. Esta vez son los jóvenes venezolanos. Ojalá nunca tengamos que hacer museos de la memoria, en donde tengan que ir para no olvidarse de la libertad como valor supremo de la vida o de la pesadilla que el hombre puede crearse a sí mismo a través del terror. Qué Dios bendiga a esos muchachos.