El fuego…o la consistencia del amor

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Una vez, en uno de los polos o hitos de mi vida, la poeta Elizabeth Schön me dijo: Para amar, para acometer el amor, hay que tener consistencia… en estos últimos tiempos, en este nuevo hito que se acerca en el esplendor dorado de esta mi vida, una mujer, de esas cuyo fulgor no es para nada sobrevenido o incorporado desde su nacimiento por una suerte de  insurgencia casi milagrosa producida por la gracia, sino por el contrario, acrisolado por esa alquimia que provoca las transformaciones sucesivas y totales (cuerpo y alma como un todo) en el ser humano durante su despliegue existencial, me ha confirmado esta certeza. Dicho en sus propias palabras, consistencia fraguada “a fuego lento”.

“…a fuego lento”. Bajo el asombro por esa secuencia en el tiempo entre dos hitos y dos mujeres polares, por ese consumarse de las palabras lejanas de la poeta en una verdad actual y presente, constatable por mi propia vivencia amorosa, dirijo la otra mirada, la del alma hacia ese elemento primario, el fuego, más no de manera abstracta o intelectiva. Esta vez, me embarga su visión más maravillosa: la que se encarna y manifiesta a través de una mujer, de la mujer que ahora alumbra y vivifica con su fuego el centro de mi mundo.

Lo primero que se revela a la mirada fija hacia esa llama, es que una mujer contiene dentro de sí todos los elementos: agua, aire, tierra y fuego. Por eso, cuando la miro los ojos, (y aunque puedo muy bien distinguir el fuego), no podría hablar sobre él de manera separada, como un elemento en sí mismo, desconectado por la razón, de la dinámica misma de la creación. La mujer es la gestadora, la continente, la portadora de la creación en su advocación humana y carnal. El fuego evapora las aguas hacia el cielo para que retornen a la tierra. El fuego se crece con los vientos pero sucumbe a su vez a la fuerza de las aguas. El fuego ilumina la tierra. El fuego es luz, la creación empieza con una explosión de luz, el tiempo empieza a correr a partir de la aparición de la luz…la vida y la duración individual empieza con la luz y en este caso es ella quien nos lleva, quien nos da a la luz. Esto nos revela que es en la mujer donde el ciclo de luz se cumple, se consuma, adquiere su sentido en términos humanos. La mujer es la primera y la última instancia del fuego creador, de la luz como elemento transformador y renovador de la vida a través de los nacimientos.

Para entender esta condición del fuego como elemento de transformación, no necesito leer a Heráclito… mucho más revelador, ha sido el sucumbir a la llama de esta mujer provocadora de todos mis renacimientos. Una sola mano de ella en mi pecho, y toda esa extensión por el efecto de su toque, se convierte en el lugar de todas las transformaciones. No hay forma de que un hombre fecunde, de que sea fecundante, a no ser que sea por su capacidad de atravesar el fuego en los ojos de una mujer.

La teoría física del fuego como producto de la fricción de sólidos a velocidades enervantes, se explica por sí sola cuando ella se abre y se entrega a la fricción de mi cuerpo. Allí en el centro de su llama, concurren todas las propiedades simbólicas o las formas del fuego según la dirección de la fuerza con que la alcen mis abrazos: hacia el aire o hacia la tierra. El erotismo más inclemente, la energía del universo y el calor de su cuerpo, concurren indiferenciados con el aliento del espíritu, con las bocanadas de sus besos, literalmente con la lengua ardiente del espíritu santo, pues puedo jurar que de cada encuentro con su fuego, he salido siempre más purificado. Podría decir incluso dándole la razón a Mircea Eliade, que atravesar su fuego expresa plenamente el contenido simbólico de la trascendencia de aquello meramente humano.

Los alquimistas por su parte, hablan del fuego como elemento unificador y de consolidación. Si hay algún proceso que eleve la materia a ese territorio intangible de lo inefable, es el cuerpo de una mujer. En él se cumplen con rigurosidad perfecta las cualidades del vaso de las transformaciones. Ha sido también a través de la mujer que amo, como me he vuelto un alquimista secreto, capaz de transformar la sombra en oro puro. No me cabe la menor duda que el amor es el proceso alquímico más elevado, más claro para llegar a esa consistencia de la que hablaba la poeta. Y digo esto no solo porque he reconocido por las marcas en el rostro de la mujer que amo, su consistencia lograda a fuego lento, sino porque a su lado yo mismo me vuelvo consistente, desde los pies hasta la frente, porque la única explicación posible de esta transformación vivificante, es el hecho irrefutable de que ella a su vez me ama con entrega total, de que por ello es capaz de amar con consistencia.

Para Gastón Bachelar, “el amor es la primera hipótesis científica para la reproducción objetiva del fuego, y antes de ser hijo de la madera, el fuego es hijo del hombre…” como vemos, hasta lo científico habla del amor como principio y origen del fuego. Sin embargo esto, solo puede ser entendido cuando el hombre se transforma en amante de una mujer y viceversa. En mi caso personal, no hay intermediación para vincularse con la vida (y con la muerte y su resurrección) más directa que una mujer. Como la mujer es la intermediara más propicia entre el cielo y la tierra, entre el arriba y el abajo, su poder de intermediación solo puede ser expresado a través del símbolo del fuego. Esto como dije, es demasiado académico y casi inexplicable. Certezas que solo se expresan mediante los mecanismos de la revelación, mediante las epifanías. Hombre afortunado yo, que desde las sombras y la soledad de mi vida ha visto surgir la más asombrosa de las revelaciones: el fuego no puede tener otro símbolo más exacto que el amor. Aunque la revelación a veces no es suficiente para creer, siempre aparecerá ella en silencio, con su sonrisa inexorable para revocar el momento de las incertidumbres: fuego encarnado capaz de quemar todas mis dudas.

Fuego del alma, esa mujer que hoy evoco. Extendida con los ojos cerrados y los brazos abiertos como una lámpara sagrada, como un cirio pascual que ilumina la resurrección de mi carne, cuando resurjo de sus penumbras más puro, más yo, más consistente, cuando atravieso el fuego de su centro, que se parece al sur, al rojo, al corazón del verano